El 1° de mayo se conmemora en todo el mundo el Día Internacional del Trabajo.
Es un homenaje a los llamados MÁRTIRES DE CHICAGO, un grupo de sindicalistas anarquistas que fueron ejecutados en 1886 por participar en luchas reivindicatorias para conseguir una jornada de trabajo de 8 horas.
En 1884 la Federación de Trabajadores de los EE.UU y Canadá convocó a los trabajadores para luchar por la jornada laboral de 8 horas declarando, en forma unilateral, que los obreros iban a cumplirla a partir del 1° de mayo de 1886.
En 1886 el presidente Andrew Johnson promulgó la Ley Ingersoll estableciendo 8
horas de trabajo diario. Como los empleadores se negaron a acatarla, los trabajadores de Chicago iniciaron una huelga que se extendió durante el 2 y 3 de mayo con violentos enfrentamientos con la policía, culminando el 4 de mayo en la plaza Haymarket.
En 1889 el congreso en París de la Segunda Internacional acordó celebrar el Dia del Trabajador el 1° de mayo de cada año.
El primero de Mayo en Argentina se recuerda el día de la Constitución Nacional, en conmemoración de su sanción en 1853 en la ciudad de Santa Fe.
Esta fecha se estableció mediante la Ley 25.863, sancionada el 4 de Diciembre del 2003 y promulgada el 8 de Enero de 2004.
El 31 de Mayo de 1852 se realizó la reunión inicial en San Nicolás de los Arroyos, donde se logró el llamado "Acuerdo de San Nicolás". Y el 1° de Mayo de 1853 los diputados de las provincias (excepto los de Buenos Aires y La Patagonia que no tenía aún existencia histórica y política como la conocemos hoy) reunidos en Santa Fe, sancionaron la Constitución Nacional.
La Constitución promulgada estableció un gobierno representativo, republicano y federal.
El 30 de abril de 1902, un pueblo conformado aproximadamente por 500 familias galesas, ubicado en La Colonia del Valle 16 de
Octubre (actualmente la localidad de Trevelin) pone fin a un conflicto
territorial entre Chile y Argentina. Al ser consultados por la Comisión de
Límites sobre qué soberanía reconocían sobre las tierras que ocupaban, convocados
en la Escuela Nº 18 de Río Corintos, afirmaron sus deseos de ser argentinos.
Espantos de agosto Llegamos a Arezzo un poco antes del medio día, y
perdimos más de dos horas buscando el castillo renacentista que el escritor
venezolano Miguel Otero Silva había comprado en aquel recodo idílico de la
campiña toscana. Era un domingo de principios de agosto, ardiente y bullicioso,
y no era fácil encontrar a alguien que supiera algo en las calles abarrotadas de
turistas. Al cabo de muchas tentativas inútiles volvimos al automóvil,
abandonamos la ciudad por un sendero de cipreses sin indicaciones viales, y una
vieja pastora de gansos nos indicó con precisión dónde estaba el castillo. Antes
de despedirse nos preguntó si pensábamos dormir allí, y le contestamos, como lo
teníamos previsto, que sólo íbamos a almorzar.
-Menos mal -dijo ella- porque en esa casa espantan.
Mi esposa y yo, que no creemos en aparecidos del medio
día, nos burlamos de su credulidad. Pero nuestros dos hijos, de nueve y siete
años, se pusieron dichosos con la idea de conocer un fantasma de cuerpo
presente.
Miguel Otero Silva, que además de buen escritor era un
anfitrión espléndido y un comedor refinado, nos esperaba con un almuerzo de
nunca olvidar. Como se nos había hecho tarde no tuvimos tiempo de conocer el
interior del castillo antes de sentarnos a la mesa, pero su aspecto desde fuera
no tenía nada de pavoroso, y cualquier inquietud se disipaba con la visión
completa de la ciudad desde la terraza florida donde estábamos almorzando. Era
difícil creer que en aquella colina de casas encaramadas, donde apenas cabían
noventa mil personas, hubieran nacido tantos hombres de genio perdurable. Sin
embargo, Miguel Otero Silva nos dijo con su humor caribe que ninguno de tantos
era el más insigne de Arezzo.
-El más grande -sentenció- fue Ludovico.
Así, sin apellidos: Ludovico, el gran señor de las
artes y de la guerra, que había construido aquel castillo de su desgracia, y de
quien Miguel nos habló durante todo el almuerzo. Nos habló de su poder inmenso,
de su amor contrariado y de su muerte espantosa. Nos contó cómo fue que en un
instante de locura del corazón había apuñalado a su dama en el lecho donde
acababan de amarse, y luego azuzó contra sí mismo a sus feroces perros de guerra
que lo despedazaron a dentelladas. Nos aseguró, muy en serio, que a partir de la
media noche el espectro de Ludovico deambulaba por la casa en tinieblas tratando
de conseguir el sosiego en su purgatorio de amor.
El castillo, en realidad, era inmenso y sombrío. Pero a
pleno día, con el estómago lleno y el corazón contento, el relato de Miguel no
podía parecer sino una broma como tantas otras suyas para entretener a sus
invitados. Los ochenta y dos cuartos que recorrimos sin asombro después de la
siesta, habían padecido toda clase de mudanzas de sus dueños sucesivos. Miguel
había restaurado por completo la planta baja y se había hecho construir un
dormitorio moderno con suelos de mármol e instalaciones para sauna y cultura
física, y la terraza de flores intensas donde habíamos almorzado. La segunda
planta, que había sido la más usada en el curso de los siglos, era una sucesión
de cuartos sin ningún carácter, con muebles de diferentes épocas abandonados a
su suerte. Pero en la última se conservaba una habitación intacta por donde el
tiempo se había olvidado de pasar. Era el dormitorio de Ludovico.
Fue un instante mágico. Allí estaba la cama de cortinas
bordadas con hilos de oro, y el sobrecama de prodigios de pasamanería todavía
acartonado por la sangre seca de la amante sacrificada. Estaba la chimenea con
las cenizas heladas y el último leño convertido en piedra, el armario con sus
armas bien cebadas, y el retrato al óleo del caballero pensativo en un marco de
oro, pintado por alguno de los maestros florentinos que no tuvieron la fortuna
de sobrevivir a su tiempo. Sin embargo, lo que más me impresionó fue el olor de
fresas recientes que permanecía estancado sin explicación posible en el ámbito
del dormitorio.
Los días del verano son largos y parsimoniosos en la
Toscana, y el horizonte se mantiene en su sitio hasta las nueve de la noche.
Cuando terminamos de conocer el castillo eran más de las cinco, pero Miguel
insistió en llevarnos a ver los frescos de Piero della Francesca en la Iglesia
de San Francisco, luego nos tomamos un café bien conversado bajo las pérgolas de
la plaza, y cuando regresamos para recoger las maletas encontramos la cena
servida. De modo que nos quedamos a cenar.
Mientras lo hacíamos, bajo un cielo malva con una sola
estrella, los niños prendieron unas antorchas en la cocina, y se fueron a
explorar las tinieblas en los pisos altos. Desde la mesa oíamos sus galopes de
caballos cerreros por las escaleras, los lamentos de las puertas, los gritos
felices llamando a Ludovico en los cuartos tenebrosos. Fue a ellos a quienes se
les ocurrió la mala idea de quedarnos a dormir. Miguel Otero Silva los apoyó
encantado, y nosotros no tuvimos el valor civil de decirles que no.
Al contrario de lo que yo temía, dormimos muy bien, mi
esposa y yo en un dormitorio de la planta baja y mis hijos en el cuarto
contiguo. Ambos habían sido modernizados y no tenían nada de tenebrosos.
Mientras trataba de conseguir el sueño conté los doce toques insomnes del reloj
de péndulo de la sala, y me acordé de la advertencia pavorosa de la pastora de
gansos. Pero estábamos tan cansados que nos dormimos muy pronto, en un sueño
denso y continuo, y desperté después de las siete con un sol espléndido entre
las enredaderas de la ventana. A mi lado, mi esposa navegaba en el mar apacible
de los inocentes. "Qué tontería -me dije-, que alguien siga creyendo en
fantasmas por estos tiempos". Sólo entonces me estremeció el olor de fresas
recién cortadas, y vi la chimenea con las cenizas frías y el último leño
convertido en piedra, y el retrato del caballero triste que nos miraba desde
tres siglos antes en el marco de oro. Pues no estábamos en la alcoba de la
planta baja donde nos habíamos acostado la noche anterior, sino en el dormitorio
de Ludovico, bajo la cornisa y las cortinas polvorientas y las sábanas empapadas
de sangre todavía caliente de su cama maldita.